[Ignasi Aballí] “Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita la profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que durante prolongados lapsos, se queda de pie mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; que nunca ha dicho quién es, ni de dónde viene, ni si tiene parientes en este mundo; que, cuando se le pregunta dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo: -Preferiría no hacerlo”.
Con estas palabras, el escritor Enrique Vila-Matas, convertido en narrador de “Bartleby y compañía”, escribe un cuaderno de notas a pie de página sobre un texto invisible en el que hace un recorrido por los “barteblys de la literatura”, los “escritores del no”, que se dejaron arrastrar por la pulsión de la nada y nunca escribieron, se mantuvieron como escritores ocultos o dejaron repentinamente de escribir. En definitiva, los escritores que a través de sus obras se preguntaron sobre la finalidad de la escritura o, en otras palabras, si merecía la pena seguir escribiendo. Estos son algunos de estos bartlebys: Robert Walser, cuya obediencia era en realidad una desobediencia radical; Juan Rulfo y sus treinta años de silencio, o Arthur Rimbaud que cuando era muy joven escribió dos novelas para luego dedicarse a la aventura hasta el final de sus días. Otros escritores fueron creadores de bartlebys: “André Gide construyó un personaje que recorre toda una novela con la intención de escribir un libro que nunca escribe (“Preludes”). Robert Musil ensalzó y convirtió casi en un mito la idea de un “autor improductivo” en “El hombre sin atributos”. Monsieur Teste, el alter ego de Valéry, no sólo ha renunciado a escribir, sino que incluso ha arrojado su biblioteca por la ventana”. El propio Vila-Matas es un bartleby, un escritor del no, consciente de la imposibilidad de aportar nada nuevo y cuyas obras se convierten en referencias a otros, citas y recreaciones que le permiten repensar la literatura y, en consecuencia, el propio acto de escribir.
Esta pulsión negativa no es ajena al mundo del arte y a otras prácticas creativas. Joseph Beuys escribió que “el silencio de Marcel Duchamp está sobrevalorado” (“Das Schweigen von Marcel Duchamp wird überbewertet”). Duchamp es claramente un artista del no que hace obra de la no obra. Pero esta actitud no sólo define los años de silencio artístico durante los cuales Duchamp pretendía pasar su tiempo jugando al ajedrez, sino también sus ready-made, “El Gran Vidrio” que permaneció durante unos años llenándose de polvo y, finalmente, la instalación “Étant Donnés”, realizada en secreto durante los últimos años de su vida.
En el número 21 del boletín que publica el Centro de Arte Santa Mónica de Barcelona, Ignasi Aballí escribió el artículo “Breve historia de casi nada” en el que realiza un recorrido por algunos artistas del no: Yves Klein y su exposición “Le Vide”; los 4 minutos y 33 segundos de silencio de John Cage; “Closed Gallery Piece” de Robert Barry, que consistió en cerrar la galería durante el tiempo de la exposición; la personalidad artística de Stanley Brouwn, quien siempre escribe en su biografía la distancia a la que está del lugar donde presenta sus exposiciones, de las que, por descontado, nunca asiste a las inauguraciones; “Le socle du monde” (“La base del mundo”) de Piero Manzoni, que consiste en un zócalo o una peana que convierte al mundo en la obra de arte total… y también el propio Ignasi Aballí cuyos enormes botes abiertos de pintura y, por lo tanto, echados a perder, son toda una declaración de principios sobre la imposibilidad de pintar.
Al igual que Vila-Matas, Aballí es un verdadero bartleby cuya negación del mundo es más radical precisamente por su falta de espectacularidad. “Tanto más radical cuanto menos advertido, el soplo de destrucción pasa muchas veces desapercibido para la gente que ve en los bartlebys a seres grises y bonachones”, escribe Vila-Matas. Desde los años 90, Ignasi Aballí cuestiona la práctica pictórica y la posibilidad de representación. Para ello, dejar secar botes de pintura, hace cuadros en los que la imagen es el resultado de las huellas del sol sobre la tela, corrige errores tapando un cuadro entero con Tipp-Ex, hace carteles de películas que el escritor Georges Perec nunca completó, reune recortes de periódicos y hace listas interminables (de artistas, de obras, de cine, de muertos…), muestra una proyección de la cámara de vigilancia de un museo en la que la mayor parte del tiempo que se muestra no pasa nada… Al igual que el Dr. Pasavento y otros protagonistas de los libros de Vila-Matas, Ignasi Aballí intenta desaparecer. Pero no lo hace emulando a Walser y apartándose del mundo, sino que desaparece de sus obras, de modo que es el sol quien marca su impronta en la tela, son los periódicos los que le proporcionan el material para sus listados, no toca los botes de pintura, simplemente los deja abiertos o no filma la película “Disparition” (“Desaparición”), sino que toma material filmado de escenas en las que no se ve el rostro de sus protagonistas.
Desaparecer, dejar de escribir, hacer de la nada el objeto de la obra, aproximarse a la realidad desde perspectivas inéditas. David Hammons, Jonathan Monk, Martin Creed, Claude Closky, Joan Rom, Ignasi Aballí, Georges Perec, Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía utilizan la negación como un acto de resistencia, una llamada de atención, una apelación a la mirada, a la consciencia, como una invitación a la duda.
No es común, pero es una actitud que también aparece en otros ámbitos. En un artículo sobre arquitectura aparecido en el suplemento “Babelia” del periódico “El País” (10-3-2007), Iñaki Ábalos escribía sobre “Bartleby, el arquitecto”, y ponía ejemplos de arquitectos que se rebelan contra la espectacularidad, los gadgets tecnológicos y la coartada de la sostenibilidad. “Se podrá decir que una idea así implica el suicidio de la arquitectura más que su renovación estética”, escribe Ábalos, “pero hay ejemplos como el del estudio francés Lacaton&Vassal que muestran que no es así. Formados en África -donde ecología y economía significan supervivencia- decidieron que «preferirían no hacerlo» ante el encargo de remodelar la plaza de Léon Aucoc de Burdeos (1996), agradable para sus usuarios y suficientemente urbanizada, dedicando parte del presupuesto a renovar su gravilla, reparar sus bancos, sustituir algún bordillo -¿por qué hay que hacer algo espectacular, qué culpa tienen los ciudadanos?, se preguntaban-.” Lo dicho, tanto más radical cuanto menos advertido.