La necesidad de los artistas de utilizar unos espacios apropiados a sus necesidades individuales y a su práctica profesional ha existido siempre. La desmaterialización del arte, desde las prácticas conceptuales de los 60, liberó a los artistas de una implicación personal en el proceso de elaboración de los objetos artísticos y el concepto de “taller”, tradicionalmente considerado como el lugar de aprendizaje de los aspectos más artesanales del trabajo artístico o el espacio donde el artista experimenta en solitario la génesis de la creación, cambió para convertirse en un laboratorio de ideas en el que el creador conceptualiza pero no necesariamente formaliza u objetualiza sus proyectos.
Grandes espacios, edificios no rehabilitados o edificios industriales se han adaptado tradicionalmente a estas necesidades de los creadores dando orígen a clichés cuando el cine ha querido representar la figura del artista o a chistes que los caricaturizan (“¿Por qué los artistas necesitan estudios tan grandes? Porque tienen tanto ego que no cabe en espacios más pequeños”).
La utilización de antiguas fábricas como espacios-laboratorio para la experimentación artística multidisciplinar no es nuevo y sucede en muchos países, pero sí es diferente la manera en que surge o se gestiona. Mientras en Alemania e Inglaterra acostumbran a ser espacios privados, gestionados por asociaciones o entidades, en Francia, al igual que en España, son gestionados por la administración pública. Este tipo de política cultural cumple una doble función (una vez construidos e inaugurados los museos, auditorios y bibliotecas correspondientes), puesto que por una parte recupera el patrimonio industrial y, por otra parte, da apoyo a los creadores, ofreciéndoles equipamientos públicos dedicados a la investigación artística, donde puedan surgir proyectos híbridos a raiz de la colaboración entre creadores de diferentes disciplinas.
Pero ¿qué necesita realmente un artista para trabajar? ¿espacio? ¿metros cuadrados? No siempre. Muchas veces una mesa, un ordenador, un teléfono móvil y sobre todo conexión a Internet son los requisitos imprescindibles para poder trabajar, cuando el papel del artista está más cercano al de un investigador que en momentos puntuales de la producción de sus proyectos sí que necesita de un gran espacio o de unos colaboradores procedentes de otros ámbitos o, directamente, de servicios y proveedores industriales. Cuando el trabajo de un artista se asemeja más al de un director de cine (más independiente que hollywoodense) que debe investigar, explorar otros ámbitos, realizar entrevistas, viajar, leer, escribir, filmar o contar con otros colaboradores, más que de grandes espacios y metros cuadrados, seguramente precisará de recursos, tiempo, movilidad, encuentros, intercambios, visibilidad y proyección.
Los espacios y los lugares son importantes, pero más lo son los recursos y, sobre todo, la visión. La Factory de Andy Warhol no ha pasado a la historia del arte por el tipo de espacio que fue (un loft situado en la calle 47 Este de Nueva York), sino por la dinámica que generó, por sus puertas abiertas a numerosos colaboradores y personajes y su carácter de lugar de confluencia en el que pasaban cosas: se filmaban películas, se pintaba, se producían series de obras y tenían lugar charlas o encuentros, tanto intelectuales como sexuales. La Factory de Warhol es un buen ejemplo de la necesidad de enfatizar el contenido más que el continente, aunque no olvidamos que era un espacio independiente, privado y comercial.
Siempre es positivo que desde las administraciones públicas se apoye a los artistas, solucionando el problema de los altos alquileres y ofreciendo unos equipamientos en los que se creen las condiciones adecuadas para poder desarrollar una tarea creativa de la manera lo más independiente posible, facilitando recursos, tiempo, movilidad, encuentros, intercambios y visibilidad. Son estas dinámicas y no otras las que darían sentido ahora mismo a la gestión de antiguas fábricas destinadas a la creación.