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Hace unos días Paloma Checa hacía una valoración del último congreso de IKT celebrado en Madrid. Escribía sobre los temas que se trataron en los debates, pero también de lo que se hablaba en los encuentros informales: de la precariedad del trabajo del comisario independiente o, lo que es lo mismo, de la precariedad de trabajar en arte. Y no diremos que esta era una situación inimaginable hace cinco años, porque también era impensable que el mundo estuviera gobernado por los mercados financieros de la manera que lo está ahora mismo.

En algunos contextos se están empezando a tomar medidas: en Gran Bretaña se ha iniciado la campaña “What Next”, una iniciativa de los responsables de los equipamientos culturales, desde teatros a museos, pasando por escuelas de danza, para promover la inversión pública en las artes. El objetivo es que las artes se conviertan en una especie de manifesto en la vida política. Se trata de que los políticos entiendan la importancia y el valor de la cultura (y sí, la cultura puede tener rentabilidad política y económica), aunque el debate de fondo es sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo y en qué tipo de sociedad queremos vivir. En Madrid se preparan encierros en el Centro de Arte Reina Sofía. El objetivo es el mismo, reivindicar el valor de la cultura.

Harald Szeemann decía que los artistas eran como una especie de sismógrafos de lo que ocurría en la sociedad, porque detectaban o reflejaban (de manera consciente o inconsciente) los cambios que tenían lugar. La afirmación sigue siendo válida también a un nivel más global. En el mundo global en el que vivimos se incrementan las distancias que separan una clase extremadamente rica y una gran cantidad de personas cada vez más cerca de la pobreza y de las necesidades básicas. La sociedad del bienestar está rebobinando a una velocidad supersónica. El mundo del arte también refleja esta situación: existe un mundo de subastas millonarias, de galerías de arte ubicadas en las afueras de grandes capitales para situarse cerca de aeropuertos privados, de coleccionistas procedentes de países exóticos capaces de comprarlo todo y más y de obras de arte únicas cuyo precio tiene muchos ceros. Y existen profesionales del arte (artistas, críticos, comisarios, gestores, diseñadores, etc) que trabajan con ideas, con contextos, con contenidos, y que hacen malabares con números y presupuestos. Nos parecía superada la idea del artista del siglo XIX y principios del XX con una vida tan bohemia como pobre, pero parece que vuelve a ser más actual de lo que pensábamos.

El trabajo en arte vive otra serie de contradicciones también: todavía hablamos de comercializar piezas únicas o de ediciones limitadas (en formatos absolutamente reproducibles); de comprar y vender objetos; de accesos limitados; de instituciones que han crecido demasiado y les resulta muy difícil adaptarse a la flexibilidad y al dinamismo que los tiempos, las prácticas artísticas y el público requieren; de querer/poder ser una industria. Trabajar en arte no es algo “bonito” o “interesante”, trabajar en arte es algo necesario, y no es fácil. Tiene que ver con ser crítico, con cuestionarse las cosas, con el descontento, con buscar y crear sentido. Por supuesto que como artista, crítico o comisario se puede crear sentido en cualquier parte, en una página Web o en el pasillo de tu casa. El problema es que se reconozca el valor y la necesidad. Alguien lo escribió hace tiempo: “La cultura es la opción política más revolucionaria a largo plazo”. No es casualidad que ahora mismo esté en el punto de mira.