A pesar de la proliferación de bienales que se celebran en todo el mundo y de la aceptación de su naturaleza especulativa, la Bienal de Venecia continúa siendo el evento de referencia a la que el mundo del arte acude al completo. Tan criticada como celebrada, la cita en Venecia sigue estando bien presente en todas las Blackberries, iPhone y Moleskine del mundo del arte.
2008-2009 ha sido un período «bienalero» para Daniel Birnbaum. En el año 2008, fue comisario de las trienales de Yokohama y Turín (de esta última dábamos cuenta en a-desk: y este 2009 lo ha completado comisariando la exposición internacional de la Bienal de Venecia.
Daniel Birnbaum es un comisario sutil. No es polémico ni dogmático y acostumbra a trabajar «al lado de los artistas». Rector desde el año 2001 de la Staedelschule de Frankfurt, anteriormente dirigió Iaspis, un espacio de estudios para artistas y programa de intercambios en Estocolmo. En sus propuestas, acostumbra a ser generoso en sus planteamientos, en el sentido de que con sus exposiciones y proyectos plantea cuestiones de una manera no demasiado rígida y, a menudo, cede su protagonismo a los artistas y sus trabajos.
Si en el invierno del 2008, la melancolía como motor creativo era el «leitmotiv» de la trienal de Turín, en la primavera del 2009, la creencia en el arte como motor para hacer, fabricar, construir o inventar mundos se convierte en el lema de esta Bienal de Venecia. La exposición internacional comisariada por Birnbaum para la Bienal de Venecia no es prospectiva sino recapitulativa, intenta ordenar y establecer nuevas genealogías más que lanzar teorías inéditas. Se nutre de algunos referentes en la reciente historia de las exposiciones (como por ejemplo «Poetry Must Be Made by All! Transform the World!», que en el año 1969 yuxtapuso políticas radicales con arte de vanguardia) o de libros como «Ways of Worldmaking» de Nelson Goodman (de quien toma directamente el título para su exposición) para reivindicar la diversidad y la multiplicidad de referentes, aunque a veces no encajen o parezcan contrapuestos, apelando, en definitiva, a la propia multiplicidad, tan bien explicada por Pablo Neruda en su poema «Muchos Somos» («De tantos hombres que soy, que somos /no puedo encontrar a ninguno/ Se me pierden bajo la ropa, /se fueron a otra ciudad.)
Consciente de que «la fiesta ha terminado», el comisario de esta bienal parece pedir calma y moderación y, sobre todo, mucho sentido común. Birnbaum no aboga por el espectáculo, sino que se posiciona en un buen nivel artesanal que define conceptos con claridad y con precisión. «Making Worlds» es un proyecto cuidado en detalle. Por ejemplo, el diseño gráfico (a cargo de Stockholm Design Lab) deconstruye las banderas de todos los países hasta reducirlas a sus componentes más básicos: las formas geométricas que se yuxtaponen y adquieren nuevos significados. La exposición en el Palazzo delle Espozioni en los Giardini (mucho más lograda que la parte del Arsenale, todo hay que decirlo) inicia su recorrido con las tensiones creadas en el espacio por Tomas Saraceno, que inmediatamente sitúa al espectador en un espacio y un tiempo distintos, en los que tiene que definir su posición y su recorrido de manera consciente. Una experiencia que guarda ciertos paralelismos con el estupendo inicio de la exposición en Arsenale, con los hilos de oro de Ligia Pape que parecen luchar entre la tensión y la inmaterialidad.
El recorrido por la exposición va conduciendo al espectador por momentos que se van alternando entre el disfrute, la reflexión y la identificación. La experiencia del espacio, la identificación del espacio arte como lugar para la utopía y la posibilidad de que el espectador forme parte activa del proceso (y no hablo aquí de interactividad, sino de ser partícipe) le van acompañando de la mano de Gordon Matta-Clark, Yona Friedman o Yoko Ono, por citar tres ejemplos bien representativos de estos tres aspectos.
«Making Worlds» confirma certezas más que intuiciones y busca dibujar genealogías que conecten artistas actuales con referentes anclados en las décadas de los 60 y 70, enfatizando sus puntos en común, pero también señalando las diferencias, con una doble finalidad: apuntalar discursos actuales en referentes anteriores y, a la vez, permitir relecturas de posturas que ya forman parte de la historia del arte. Las presencias de Gutai, Baldessari, Fahlström o el ya citado Matta-Clark deben entenderse en ese rol de antecedentes con unas pervivencias claras en la actualidad y, a la vez, como la necesaria revisión de unos postulados que no pueden diferenciar arte de vida y que no pueden dejar de entender el arte como uno de los últimos reductos desde los cuales es posible transformar la sociedad (en mayor o menor escala, pero transformarla, al fin y al cabo).
Es probable que «Making Worlds» no se convierta en un referente en la historia de la Bienal de Venecia. No es rompedora, ni polémica, ni siquiera especulativa. Sin embargo, sí que nos parece honesta en sus planteamientos y generosa con los trabajos de los artistas. La lista aparece poblada de creadores con los que Birnbaum ha trabajado en numerosas ocasiones, hecho que se traduce en una buena presentación de los trabajos (excelentes los espacios dedicados a Wolfgang Tillmans, excepcional la pieza de Simon Starling, y muy acertadas las intervenciones de Tobias Rehberger en el bar y Rirkrit Tiravanija en la librería, por citar sólo algunos).
«Making Worlds» no es una exposición de tesis, sino de propuestas y de experiencias que se adapta perfectamente a ese espacio tan irreal que es Venecia, una burbuja en la que no tiene sentido convertir la bienal en un parque temático, porque la propia ciudad lo es. Y así debe entenderse la intervención de John Baldessari en la fachada del pabellón. Por eso, nos parece mucho más honesto reafirmar la creencia en el arte y en su capacidad para abrir nuevas vías e incidir en nuevas maneras de pensar y de actuar. Tal como está el panorama, no es poca cosa.