La imagen en movimiento, la imagen-tiempo es la forma más generalizada de experiencia de la imagen en las sociedades actuales. Por eso, no es casualidad que muchos artistas contemporáneos trabajen en este ámbito. Este tipo de imagen, que los dispositivos técnicos de producción y distribución hacen posible, determina un tiempo de percepción expandido, que no es único y singular, sino contínuo. Hasta aquí nada nuevo, pero si lo son, por cambiantes, las implicaciones y las relaciones que generan en el circuito artístico, a nivel no sólo de producción, sino también de exhibición, recepción, distribución, comercialización, colección y conservación. Vamos a centrarnos aquí en lo que sucede una vez el trabajo está producido, el momento en que ese archivo digital está listo para ser grabado en un disco duro para su reproducción.
Moon sections y percepción entendida como participación
Con este tipo de trabajos e instalaciones, el espacio del museo, tradicionalmente estático y presentacional, se transforma en un espacio para la proyección. En alguna ocasión, el artista Jeff Wall ha hablado de la necesidad de que los museos no sólo tengan un ala soleada (sun wing), sino también una sección nocturna (moon section) que permita el desarrollo de experiencias cinematográficas.
En oposición al cubo blanco (white cube), la caja negra (black box) genera un espacio de proyección y también de sugestión, en el que el público experimenta las imágenes en movimiento como imágenes engrandecidas que estimulan los sentidos, mientras la distancia entre el yo del espectador y la representación visual se difumina. El espacio de exposiciones sufre una metamorfosis y se convierte en una especie de cine en el que, como Boris Groys afirmaba en el transcurso del simposio Concepts on the move (ZKM, Karlsruhe, 2001), “la necesidad de oscuridad crea un estado de invisibilidad que se fusiona con la imposibilidad estructural de ver un trabajo de vídeo en su totalidad. Esta falta de visibilidad se convierte en un reto para el espectador y la percepción se transforma en participación”.
Vídeos, films o piezas sonoras precisan de un tiempo de percepción que, a menudo supera el que habitualmente dedicamos a otro tipo de obras. Y esto determina la manera de concebir una exposición. No todos los trabajos funcionan en un espacio diáfano. Pueden existir incomptabilidades visuales y acústicas. Festivales, programas de vídeo, salas de cine, salas oscuras en las que se especifican los horarios de proyección (cuando la duración es larga) son posibilidades para mostrar este tipo de trabajos. Para que la percepción se transforme en participación, como menciona Groys, es preciso un espectador empoderado, que tenga la información necesaria para decidir cómo visita la exposición, cómo administra su tiempo y qué piezas decide ver completas o de manera fragmentaria.
Distribución y comercialización
Si en los últimos años todos los agentes del mundo del arte (artistas, comisarios, instituciones, etc) han redefinido sus papeles y funciones de una u otra manera, no cabe duda que las galerías son las que han tenido que replantearse su rol de una manera más drástica porque entre sus funciones figura tanto el trabajo conjunto con el artista para contribuir al desarrollo de su trayectoria, como los aspectos más comerciales que han visto como los objetos se transformaban en procesos o en formatos digitales que ponían en cuestión valores tradicionales como la unicidad de los trabajos o el cuestionamiento de criterios de original y copia. Por definición, el formato digital permite la creación de copias ilimitadas, a partir de un master, que no tiene porqué ser único, pero que por sus características de no compresión y otros aspectos formales es la versión a partir de la cual puede generar todo tipo de archivos y formatos para su reproducción.
Esto no quiere decir que no se mantengan ciertas convenciones y que los artistas continúen produciendo ediciones limitadas de vídeos, pero que al mismo tiempo, estos puedan estar circulando libremente por internet, ya sea de manera no autorizada o con el beneplácito de los propios artistas.
Distribución y comercialización son dos caras de la misma moneda que se pueden abordar desde perspectivas ligeramente diferenciadas. Existen distribuidoras que gestionan los derechos de los vídeos para su exposición y existen galerías que venden los vídeos para que formen parte de colecciones públicas y privadas.
Coleccionando vídeos y otros formatos digitales
Todas estas contradicciones y preguntas no sólo se las plantean artistas, comisarios y galeristas, sino que la reacción en cadena implica también a los coleccionistas. Hemos visto que las instituciones deben repensar los formatos de exposición, pero también los de adquisición y conservación, al igual que los coleccionistas privados. Un ejemplo paradigmático es el de la colección Richard y Pamela Kramlich, en San Francisco, que no sólo definieron algunos de los espacios de su vivienda para poder instalar y mostrar los vídeos y videoinstalaciones de su colección, sino que en el año 1997 fundaron el New Art Trust para fomentar la investigación y la conservación del vídeo y otros tipos de producciones basadas en aspectos temporales, en colaboración con museos como San Francisco MOMA, Museum of Modern Art New York y Tate London, que a su vez, han llevado a cabo co-producciones y adquisiciones conjuntas.
Incorporar vídeos y otros formatos digitales a una colección tiene unas implicaciones a nivel práctico y de conservación que no se dan cuando se adquieren fotografías, pinturas, dibujos o performances. Entre otras cosas, porque el comprador, el/la coleccionista incorpora a su colección un archivo digital grabado en un disco duro (o un vínculo a un archivo alojado en un servidor) a partir del cual podrá generar sus propias copias de exhibición. New Art Trust en San Francisco y recientemente Screen-Projects en Barcelona han elaborado un tipo de contrato de venta en el que se especifican los derechos de exhibición que se adquieren al mismo tiempo, así como la posibilidad de migración y actualización a nuevos formatos o tecnologías cuando los actuales queden obsoletos.
Los trabajos digitales se basan en la tecnología pero al mismo tiempo tienen en la immaterialidad su conexión con un presente que es volátil y en contínua transformación. Es cierto que un coleccionista puede vivir como conflicto el hecho de que haya adquirido un trabajo digital por miles de euros (o dólares) que se puede visionar gratuitamente en Internet, pero hay que pensar que su papel ya no es el de la posesión en exclusiva sino el de hacer posible que esa producción (y otras futuras) sean posibles, desplazando su transcendencia de custodio a posibilitador de nuevas producciones.