El artista norteamericano Lawrence Weiner escribió en una ocasión, «todo arte proviene de la ira», o lo que es lo mismo, del descontento, de la necesidad de señalar aquello que no funciona y que debería ser repensado. Esta es una línea que recorre el arte desde hace siglos: desde las caricaturas de Honoré Daumier en las que exponía todas aquellas situaciones que le desagradaban de la sociedad en la que vivía, hasta las performances-clases-conferencias de Joseph Beuys pasando por las provocaciones de los dadaístas.
Estos días, nos encontramos en los periódicos la noticia de que en Suecia, una estudiante de arte, Ana Odell quiso centrar su proyecto de graduación en la dureza del sistema sanitario sueco en relación a los suicidios y, para ello, simuló estar a punto de tirarse desde un puente. Fue detenida, sedada y conducida a un hospital psiquiátrico. La polémica se desató cuando se descubrió que todo formaba parte de un proyecto artístico. Se piden responsabilidades, a la artista, a la facultad, y el debate (mediático) se sitúa en un lugar diferente al que la artista había previsto y deseado. Se habla de malgastar el dinero del contribuyente y de distraer a la policía y a los servicios de emergencia.
AUTONOMÍA DEL ARTE. Y ese es el problema: el arte goza de una autonomía que le permite adentrarse en múltiples ámbitos y a los artistas utilizar multitud de recursos expresivos, pero quizá el precio de esta versatilidad es la desconfianza que genera en la sociedad. Ana Odell consiguió un debate distinto al esperado, pero ¿qué tipo de presencia pública tienen los artistas y sus proyectos en los medios de comunicación? ¿cuándo y cómo aparecen en la prensa las noticias relacionadas con el arte contemporáneo? Recordamos la atención mediática del vídeo de Sam Taylor Wood, «David sleeping» (David era David Beckham, claro), las fotografías y esculturas de Jeff Koons con su mujer, la ex-actriz porno y política, Cicciolina, el sensacionalismo que acompaña a los premios Turner (el artista vestido de niña, la cama y la lista de amantes de la artista, trabajos protagonizados por Bin Laden y George Bush, etc.), esculturas de oro que representan a la polémica modelo Kate Moss, muertes prematuras consecuencia de vidas marginales (el caso más reciente, el joven artista del East Village, Dash Snow, sobrino de la actriz Uma Thurman), además de estadísticas, precios desorbitados (en este apartado acostumbramos a encontrar a Damian Hirst), records en subastas o largas colas de público para atender macroexposiciones. En definitiva, sensacionalismo o banalidad parecen ser los dos argumentos para hablar de arte contemporáneo en los medios de comunicación no especializados. Ni rastro de interés por el debate que se puede generar desde el arte contemporáneo.
CENSURA. Decía George Orwell que en las democracias ya no es necesaria la censura, porque el veto más efectivo consiste en negar la visibilidad, en dejar que las cosas permanezcan ocultas. Vivimos en una sociedad que tiende a ser reaccionaria, que nos prefiere consumidores antes que ciudadanos. Ante este panorama, ¿qué espacio de crítica y de proyección real en la sociedad le quedan al arte? ¿qué posibilidades existen de abrir un debate real? O quizá la pregunta debería ser mucho más pesimista: ¿queda espacio para el pensamiento crítico?