El espacio público ha sido, y todavía es, un reflejo –o una narración, como lo ha definido Walter Grasskamp – de las voluntades políticas, del tejido social, de las dinámicas culturales y del contexto económico, así como de la reorganización y la expansión de nuestras ciudades. En este espacio común, que es lugar de mercado, de afirmación del poder, de manifestaciones políticas y económicas, de conmemoraciones religiosas y de celebración festiva, diferentes realidades y formas de uso diario convergen y se superponen: los cortos desplazamientos de los escolares, las largas distancias del cartero, el deambular del ratero, el trayecto en zigzag del perro y su dueño, las rutas nocturnas por bares y clubs…

En un tiempo definido por el final de las ideologías, al que se une la inhabilidad de los poderes políticos y religiosos para definir la noción de “público”, el espacio público se ha transformado en un ámbito de consumo. Los centros comerciales, en los que la oferta de productos y entretenimiento responde a una promesa de experiencias, se han convertido en los sustitutos del ágora tradicional. Su aparente accesibilidad, con sus bancos, paseos y jardines artificiales, responde en realidad, a una privatización del espacio que establece sus propias reglas de acceso, vigilancia y control.

No es ningún secreto que el motor principal de las transformaciones de las ciudades se realiza a través del desarrollo inmobiliario y del desplazamiento económico. Los centros de las ciudades se transforman cada vez más en centros comerciales y los espacios de comunicación y relación en parques temáticos. El espacio público se rediseña constantemente para facilitar la vigilancia y la expulsión de aquellos ciudadanos que no encajan en los modelos de consumo preestablecidos. No es, por tanto, infrecuente la incorporación de obstáculos arquitectónicos que imposibilitan la utilización de mobiliario urbano para usos personales, como los bancos de las calles, que son progresivamente sustituidos por sillas individuales en las que es imposible tenderse para dormir.

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Cuando todos los espacios sociales se han convertido en públicos, la esfera privada se encuentra constantemente bombardeada por una sociabilidad determinada en sus funciones diarias normales. De ser un lugar específico de experiencia democrática, el espacio público ha pasado a ser un lugar de conexión de usos y funciones diferentes. Existe una “convivencia pacífica” de zonas de usos específicos: de trabajo, de ocio, de consumo, de residencia, etc que nos transforma en transeúntes, con un punto de partida y un destino claros, para los que el espacio público es simplemente un lugar de transición y en el que el “otro”, el desconocido, es considerado como una amenaza. “Una multitud de desconocidos que pasean por las calles, que conversan, que hacen sus compras, que van o vienen del trabajo, aparece unida en la telaraña de la rutina; esta vida en común es inferior a la vida real que acontece dentro de cada una de las personas que componen la muchedumbre”. El deambular sin rumbo fijo (los flâneurs del siglo XIX, la experiencia subjetiva del entorno de los surrealistas, la Nadja de Breton, la deriva de los situacionistas o de los protagonistas de las novelas de Paul Auster), creando cartografías personales, en relación a vivencias y experiencias individuales y otorgando al azar un papel relevante, difícilmente encuentra un lugar en nuestros días. Solamente algunas válvulas de escape, absolutamente reguladas y organizadas (rebajas, manifestaciones, desfiles, maratones y otras celebraciones populares) permiten una ruptura, sólo aparente, de la rigidez normativa.

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El concepto de esfera pública, una noción más amplia que la de espacio público, va más allá de las distinciones físicas entre los entornos público y privado en el que las actividades y las experiencias de los seres humanos se desarrollan. De acuerdo con el análisis de Oscar Negt y Alexander Kluge , “la esfera pública fluctúa entre ser una fachada de legitimación capaz de desplegarse en diversos lugares y ser un mecanismo de control de la percepción de aquello que es relevante para la sociedad”. En consecuencia, la diferencia entre público y privado es sustituida por la contradicción entre la presión ejercida por los intereses de producción y las necesidades de legitimación.

La disolución entre público y privado, que ya había sido abordado por el ideario del Movimiento Moderno, se hace mucho más evidente ahora cuando en la definición de la noción espacial intervienen las tecnologías de la comunicación y la información. En este contexto, la idea de “lugar” se convierte en un concepto precario y la esfera pública se transforma en un punto de comunicación hecho de imágenes y representaciones, fijados en el tiempo y en el espacio por las pantallas y, cada vez más, relacionados con “lo real” y la vida cotidiana.

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“Hemos pasado del espacio público a la imagen pública. La ciudad tradicional siempre se ha organizado en torno a un lugar público, ágora, foro o plaza. A partir del siglo XX, ocupan este lugar las salas de reunión. Pensemos en el papel del cine en la sociedad de hace cuarenta años y en el actual de la televisión. La ciudad primaria es una ciudad en la que predomina el espacio público, es tópica, mientras que desde el siglo XX ya no está vinculada a éste. Pasamos de la ciudad-teatro a la cine-ciudad y, luego a la tele-ciudad. De un espacio tópico hemos pasado a un espacio teletópico en el que el tiempo real de la retransmisión de un acontecimiento se impone al espacio real del propio acontecimiento”. Así traza Paul Virilio el retrato perfecto de lo que hoy podemos definir como esfera pública global, determinada por el papel dominante de las tecnologías de la comunicación, que redibujan el sistema de relaciones que conectan la historia de la vida privada a un sistema global de información y que reduce aspectos como la localización a un estatus secundario. De una forma parecida, el tiempo cronológico –extensivo, por naturaleza- se transforma en un tiempo intensivo de novedades instantáneas en el que la mirada individual y puntual es más importante que la memoria.

La efectividad de los atentados del 11 de septiembre no sólo fue planeada al detalle en sus consecuencias físicas, políticas y sociológicas, sino también en su impacto mediático. En un timing casi perfecto, los quince minutos que separaron el impacto del primer avión contra la Torre Norte del impacto del segundo avión contra la Torre Sur, permitió que todas las cadenas de televisión del mundo tuvieran tiempo de establecer la conexión para presenciar en riguroso directo el segundo choque y el posterior derrumbamiento. Tras el desconcierto inicial, que se tradujo en la repetición una y otra vez de las imágenes correspondientes al momento de los impactos, el seguimiento de la noticia se centró en la escala individual, en los testimonios de las personas cercanas a las víctimas.

La cobertura mediática de la primera y la segunda guerras del Golfo constituye otro buen ejemplo de este aspecto. Mientras en Kuwait la retransmisión desde el punto de vista de los misiles convertía las pantallas de televisión en una especie de videojuego en el que las víctimas humanas eran invisibles, los reporteros que acompañaban a los soldados en el ataque a Irak, recogían los comentarios de los soldados cuando acertaban o fallaban en sus disparos y lanzamientos y, aunque las víctimas recibían el eufemístico nombre de “daños colaterales”, eran visualizadas como bajas reales, como seres humanos de carne y hueso.

Paralelamente, la progresiva invasión de la vida privada se transforma en una teatralización de la esfera privada, a través de la proliferación de formatos, especialmente televisivos (reality shows, talk shows y recientemente, también algunos concursos y otros híbridos de distintas fórmulas), que exigen que la vida privada se adapte y se someta a la dinámica necesaria para convertirse en producto de espectáculo.

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No es, pues, sorprendente, que la privacidad se transforme cada vez más en una garantía de identidad. Sin embargo, una vez superadas las ideas simplificadas sobre la identidad, y la aceptación de ésta como algo múltiple, se constata cómo su autenticidad puede estar igualmente amenazada, desde el momento en que la individualidad se convierte en un fenómeno de masas y la identidad se crea a partir de la identificación con ciertas imágenes y productos. La publicidad ya no vende únicamente productos sino estilos de vida. Compramos perfumes Dona Karan ó Calvin Klein no sólo por su aroma, sino también por la imagen de bohemia burguesa, sensual, urbana y dinámica que va asociada a dichos productos.

La explosión de la tecnología ha llevado, en ciertas áreas de la vida pública y privada, a una existencia dual y simultánea, digital y real, a la vez. En este sentido, el espacio de la red aporta un nuevo tipo de ambigüedad, puesto que la actividad en Internet consiste en participantes individuales, en un espacio públicamente accesible, y con el paradójico deseo por el anonimato y la comunicación al mismo tiempo. No es casualidad, que en los chats, la plataforma de comunicación abierta por excelencia, sea frecuente la creación de identidades falsas que responden tanto a una voluntad de protección como de liberación de los complejos personales. Tampoco es extraño, pues, que más del 70 % de los chats en Internet, terminen adquiriendo un contenido abiertamente sexual.

En una conferencia en Dia Center for the Arts, en Nueva York, Martha Rosler planteaba algunos de estos interrogantes y contradicciones:

“Si las esferas pública y privada existen sólo en una relación de complementareidad, ¿cómo podemos hablar de esfera privada cuando no se recuerda ya que en el pasado, se esperaba que los miembros de la familia mostraran públicamente un propósito de unidad? Y ¿cómo podemos hablar de esfera pública cuando los informativos, el entretenimiento y la historia son relatados en términos de las vidas de los actuantes y las citas en los shows de máxima audiencia? ¿Cómo podemos hablar de estar en la esfera privada cuando a millones de personas se les dice simultáneamente que deben utilizar supositorios para aliviar las hemorroides? ¿Cómo se puede hablar de estar en la esfera pública cuando la mayor parte de la audiencia es ajena a esta simultaneidad, haga o no el mensaje referencia a ellos? ¿Cómo se puede hablar de esfera pública cuando los diagramas esquemáticos de la operación del pene y la parte baja de los intestinos del presidente aparecen de manera prominente en los medios de comunicación? Asimismo, ¿cómo podemos hablar de esfera pública cuando el concepto de privacidad, violado por estos ejemplos, ha sido desde hace mucho tiempo borrado por el aparente deseo de aparecer en televisión y en consecuencia, ser inscrito en la historia? ¿Cómo se puede hablar de esfera pública cuando las reglas del comportamiento civil –personal, moral y legal- son suspendidas para las celebridades? Asimismo, ¿cómo se puede hablar de estar en la esfera pública cuando se ha convertido en imposible el retar y criticar a los representantes del estado, con la excepción de los más restringidos términos circunscritos a una estúpida corrección? Finalmente ¿cómo se puede hablar de esfera privada, cómo se puede hablar de esfera pública cuando la imagen de un terrorista, el espantoso espectro de la muerte, de lo privado o igualmente de lo público, es puesta junto a mi familia en la mesa de la cena?”

Evidentemente cuando Martha Rosler pronunció estas palabras, en 1987, no podía ni imaginarse que hacer públicos los detalles de la operación del pene del presidente Roland Reagan era todavía un tímido acto de intromisión en la intimidad de las personas, al margen de su cargo público, en comparación con el caso Lewinsky, en el que hasta los más íntimos detalles de la relación entre Bill Clinton y Monica Lewinsky fueron presentados, divulgados, consumidos y paladeados en público a través de los medios de comunicación e íntegramente transcritos y publicados en Internet.

Igualmente, no deja de sorprender el actual grado de cinismo y la indeferencia con la que los responsables de la Guerra contra Irak han aceptado que los motivos que dieron en su momento (la eliminación de armas de destrucción masiva en poder de Sadam) no respondían a la realidad; o la doble moral que censura las imágenes de soldados americanos muertos o torturados, pero no la exposición obscena de los cadáveres de los hijos de Sadam, o los políticos que se niegan a dimitir aunque sea evidente que su ética y moral son más que cuestionables.

Cada día desayunamos, comemos y cenamos con este telón de fondo de noticias a medias que, funcionan desde su vertiente de impacto, pero también de rumor, de murmullo enrarecido cuya autenticidad resulta difícil de rastrear. No obstante, todavía existen reductos o espacios intersticiales en los que es posible actuar y manifestarse de una manera auténtica y autónoma. Y esa es precisamente una de las funciones del arte (si es que el arte tiene que justificarse por tener una función). Es, en ese sentido, que el arte puede convertirse, y de hecho se convierte en una forma compleja de conocimiento y, parafraseando y coincidiendo con Harald Szeemann, podemos decir que el trabajo de los artistas puede ser un sismógrafo de los cambios que se producen en la sociedad. El arte funciona como un lugar de ansiedad y de descontento y se convierte en una forma de interrogación. Con sus trabajos, los artistas plantean más preguntas que respuestas, que pueden cambiar nuestra percepción del mundo.

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Estas son algunas de las reflexiones que marcan el punto de partida del proyecto Puertas Giratorias. Revolving Doors toma su título de la conocida imagen Porte, 11 rue Larrey, que muestra la puerta del apartamento parisino en el que Marcel Duchamp vivió entre 1927 y 1942, que, comunicaba el estudio y el dormitorio y el estudio y el baño, de manera que, al abrir una estancia, simultáneamente cerraba otra y viceversa: al abrir la puerta para entrar en la habitación, la puerta cerraba el baño y cuando se entraba en el cuarto de baño, la puerta cerraba el estudio. Marcel Duchamp encargó a un carpintero la construcción de dicha puerta, a partir de sus indicaciones. La concepción de esta puerta, que se vincula tanto a la vida cotidiana de Duchamp como a su discurso artístico, evoca la fluidez y la confusión entre los ámbitos de lo público y lo privado, que la exposición se propone explorar.

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La exposición Revolving Doors se presentó por primera vez, en noviembre de 2001, en un formato más reducido en Apex Art, en Nueva York. La versión de la exposición que se presenta ahora en Fundación Telefónica ha ampliado el número de artistas y trabajos, de manera que se pueden establecer conexiones más complejas entre los diferentes proyectos presentados. La lista de artistas participantes en Revolving Doors incluye creadores pertenecientes a diversas generaciones que, en diferentes contextos y momentos reflexionan sobre estos aspectos. Con sus propuestas, los artistas participantes en este proyecto presentan una amplia diversidad de aproximaciones relacionadas con la ambigüedad y la confusión entre la esfera pública y el dominio privado tales como la fluidez entre distintos escenarios como paráfrasis de las relaciones sociales (Zbig Rybczynski), la invasión del espacio público de los individuos (Vito Aconcci), la definición del espacio personal y la presentación individual en público (Francis Alÿs, Andreas M. Kaufmann, Gillian Wearing, Colin Cook, Mark Formanek), el uso subversivo y secreto del espacio público (Begoña Muñoz), la proyección en la esfera pública de una privacidad creada (Vanesa Beecroft, Christian Jankowski, Douglas Gordon), la creación de espacios relacionales (Otto Berchem), la subjetiva percepción de los medios de comunicación y su reverso (Antonio Muntadas), la creación de los límites de la privacidad a partir de la confesión pública en los media (Bjǿrn Melhus), y la redefinición del diseño arquitectónico a partir de las necesidades y los usos individuales o como metáfora de éstos (Krzystof Wodiczko, Roland Boden, Alicia Framis, Michael Elmgreen & Ingar Dragset).

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Con sus propuestas críticas, irónicas, poéticas o subversivas, los artistas participantes en Revolving Doors realizan comentarios que alteran la forma en que percibimos o pensamos la realidad. Aunque los proyectos divergen mucho entre sí, todos ellos comparten el hecho de erigirse como gestos individuales que definen la relación público/privado desde una escala humana. Finalmente, es el individuo el que hace girar la puerta.